domingo, 19 de septiembre de 2021

El pintor Carlos Luis de Ribera 1839 - Federico de Madrazo y Kuntz


El pintor Carlos Luis de Ribera 1839. Óleo sobre lienzo, 92 x 73 cm.
Carlos Luis de Ribera (1815-1891) y Federico de Madrazo heredaron la rivalidad de sus padres, los pintores neoclásicos Juan Antonio de Ribera y José de Madrazo.

Así como éstos fueron los introductores del neoclasicismo davidiano en España, aquéllos destacaron en el cultivo de un incipiente romanticismo, de talante ecléctico, en la primera madurez de sus prolongadas carreras.

Rigurosamente contemporáneos, ambos coincidieron en París, donde Ribera se hallaba desde 1836 y Federico, que ya había estado en aquella ciudad en 1833, entre 1837 y 1839. Su trato fue entonces muy estrecho y, como testimonio de ello, se retrataron mutuamente.

La calidad de la resolución anticipaba en ambos casos, una continuada dedicación a aquel género, especialmente fecunda en el caso de Federico. La iniciativa del retrato cumplía también los fines de servir como muestra de la excelencia de su arte y de la relevancia de sus figuras ante otros émulos españoles y como recuerdo para sus propias familias.
Para lo primero, decidieron enviar los retratos a la Real Academia de San Fernando con objeto de, como decía Federico, formar un cuerpo un poco compacto frente a otros artistas de peor calidad y más estrechas miras. Por esos motivos y porque se trataba en el fondo de una emulación entre ambos artistas (que venía a duplicar y a dar un matiz nuevo a la de sus padres), los dos se esforzaron en el desempeño de sus obras, que constituyen los mejores ejemplos de sus producción retratística en ese periodo.
Conscientes de su significación, cuidaron de expresar el lugar y la fecha en que se realizaron, así como los nombres, pintados en letras capitales.
Quizá porque se hallaban ocupados en la ejecución de sendos grandes cuadros de historia, con destino al Salón de París, los retratos se demoraron más de lo previsto.
Aunque la idea de su realización se planteó por vez primera en abril de 1838, y pensaban terminarlos en agosto, hubo que esperar un año para que se hallaran bastante adelantados.
Carlos Luis terminó su retrato el 1 de mayo de 1839 y Federico debió de hacerlo el día 12. Algunos amigos y familiares, como los pintores Jean Alaux y Julien-Michel Gué, los vieron y los elogiaron en París. Hacia el 1 de julio salieron hacia Madrid ambos retratos, con los cuadros del Salon para ser expuestos, como estos, en la Academia.
La rivalidad que proyectaban sus padres se advierte en el comentario de José de Madrazo cuando los vio, que censuró la apariencia seca y alemana del retrato que había hecho Ribera y, en cambio, apreció el de éste por su hijo, en su opinión mucho mejor porque tiene más empaste, más brillantez y más jugo.
El cabello está tocado divinamente y no puede mejorarse. Años después aún escribía a propósito de este retrato que resiste la comparación al lado de Velázquez y Van Dyck.
Sin llegar a ese extremo, el artista consiguió plasmar con elegancia la efigie de su condiscípulo. Anticipaba así en esta obra la que habría de ser característica principal de su larga dedicación al retrato, que le granjeó numerosísimos encargos entre la aristocracia y la gran burguesía españolas.
Para ello partió de los esquemas compositivos utilizados por David, luego seguidos por Ingres y Paul Delaroche, utilizando una postura que, por su relación con la escultura romana (La Agripina capitolina) otorga un aire de nobleza al retratado. Con todo, la interpretación del modelo va más allá y plasma la verdadera personalidad de Ribera, ya entonces algo tímida y melancólica, según testimonios del pintor Adrien Dauzats y del propio Federico.
El artista aparece visto con cierta lasitud ya romántica, acentuada por la disposición de la capa. Ésta oculta casi por entero el sillón de modo que la figura parece flotar sobre esta prenda, cuyos pliegues están resueltos con una amplia pincelada, de tradición velazqueña, que sería asimismo característica de su producción posterior.

La disposición diagonal, muy utilizada por Ingres, evita el estatismo. La cabeza de Ribera se presenta de tres cuartos, de modo similar a las de otros retratos dibujados por Madrazo en ese mismo año, como los de Calixto Ortega y Ramón San Juan, aunque de modo muy distinto al del retrato a lápiz que del propio Ribera realizó Madrazo poco después de haber terminado el lienzo, que revela un aspecto completamente distinto, más maduro, con el cabello más corto y barba, como si su anterior apariencia, reflejada por el retrato pintado, no le hubiera complacido. La obra revela una esmerada factura y una cuidadísima entonación en negros y castaños, animados por los brillos que reflejan con delicadeza la luz.
La suavidad de las transiciones entre el contorno de la figura y el fondo, que le acerca a Delaroche, muestra también la orientación romántica, cuya moda refleja además la larga cabellera del modelo y su elegante atuendo. Diez años después ambos artistas volvieron a retratarse mutuamente mediante dibujos para sendas xilografías (Texto extractado de Barón, J.: El Siglo XIX en el Prado. Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 167-170).

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