Elena Medel


 ELENA MEDEL nace en Córdoba, en 1985.

Es una de las poetisas andaluzas jóvenes más conocidas en la actualidad, ya que a los 16 años ganó el premio Andalucía Joven concedido por el Instituto Andaluz de la Juventud con su primer poemario “Mi primer bikini” (DVD, 2002).                      

Posteriormente ha publicado otros dos libros de poemas, “Vacaciones” (2004) y “Tara” (2006) y el cuaderno “Un soplo en el corazón” (2007), así como una antología de relato erótico, “Todo un placer” (2005), en la que se ha encargado de la selección de autoras, coordinación del material y redacción del prólogo. Sus poemas han sido traducidos al árabe, inglés, italiano y portugués.





Aquello en lo que te fijas cuando salimos por las noches

Mi madre me enseñó que la mejor forma de pasar por la
          vida era renunciando a la propiedad particular.
Ella me convenció de que podría transformar los balbuceos
          en música de cámara, con mis zapatos.
Tus zapatos son mágicos, me dijo. Pierde uno y ganarás un marido.
          Vende dos y ante ti se revolverán las semillas de tu reino.
Y yo susurraba: mi reino eterno. Junto a él.
Decidí que los compraría de colores para camuflar mi identidad,
          sobrios si aspiro a desvelar mis secretos.
No tacones ni zapatos planos ni aerodinamismo; le quiero
          suciamente. He descubierto que pasos-pequeños
conducen a una-mujer-seria-con-dos-rayas-absortas.

Descalza, de puntillas, vuelvo a tener diez años y a morirme
          por dentro de tanta soledad.




Candy

Rota sobre el arcoíris,
descubro que la lluvia
es mi única coraza.
De noche se me forman
piscinas en el hombro,
mientras cuento mis pecas.

De mañana, imagino
que buceo en ellas:
que mi nuez es esponja,
que escribo mis poemas
con la ruina de nadie.
En el fondo de todo
-cuyo cielo es trapecio-
mi cuello de botella
se empequeñece y ríe,
con un mensaje dentro:
salir jamás de aquí,
hormiga a pata coja.

O tumbada en añil:
mi barbilla es cruel
y araña el imperdible
que sujeta mis botas,
o me arranco de cuajo
el punzón que me aferra
al balcón, y me asomo.
He estado ahí abajo.
Golpeo el techo y llueve.
Diluvia mi cabello:
la lluvia es mi defensa;
éste, mi himno acuático.

He estado ahí abajo.
Abajo, más profunda.
Donde puedo estar sola.
Incluso más abajo,
incrustada en el fondo
del agua o de la tierra.
Trenzas destartaladas:
soy muñeca de sucio
trapo, pisoteada,
rota sobre el arcoíris.




Escribiré quinientas veces el nombre de mi madre...

Escribiré quinientas veces el nombre de mi madre.
Con un vestido blanco trazaré cada una de sus letras por las
          paredes de mi dormitorio, por el suelo del patio del
          colegio, por el pasillo de la casa más antigua. Para
          recordar mi origen cada vez que yo viva.
En todos los lugares podré besar sus mejillas limpias de
          cristal, aunque ella duerma lejos:
sus mejillas cercanas que me dolerán allá donde acaricie
          su nombre escrito.
Tantos días, tantas noches habrá de alimentarme
          amorosamente con su parábola descalza;
vendrá mi madre a arroparme, mujer de humo, con los ojos
          tiritando de suerte,
y en cada sueño mis apellidos dolerán como un cartel de
          bienvenida a un hogar diferente.
Sobre mi cabello, rubio como el de mi madre, la corona que
          me ciño como hija primogénita de Dinamarca.
Me llamaré Vacía, en honor a mis muertos; miraré cómo
          retozan de acrílico las palmas de mis manos, sangrará
          mi lengua a disposición de mis muertos.
Gritaré quinientas veces el nombre de mi madre para quien
          quiera escucharlo, y escribiré que bendigo este medio
          corazón en huelga mío, pues no olvido:
nací para llorar la muerte de otros.




Los niños que se mueren

Los niños que se mueren
pueden elegir entre saltar durante el día sobre camas de
          hormigón dulce, o comerse las sábanas muy lento, con
          los ojos cerrados y felices.
El privilegio de la franela. Dos centésimas de miedo para
          que suelten su mano: por la avenida se agarran de la
          punta de mis dedos, mordiéndome, mamá.
Ya no tengo piernas y canto muy bajito, buscando en un lugar
          cerca de mi padre, así que ellos me hacen compañía
          antes de llegar a casa.
Qué alegría en el vestíbulo: soy tan blandita que no puedo
          morir.
Tengo amigos sin sueño ni pijama. Huelen a víspera de
          festivo, y convierten los termómetros en un cuento de
          buenas noches, y han muerto y sin embargo
confían en enero igual que en las ventanas y la voz de la
          nieve.
Así es la vida de los niños que se mueren. Acolchada. Muy
          dulce. Es tan bello extinguirse siendo niño...




Mi primer bikini

Sólo yo sé cuándo sobrevivimos.
Lo sé porque mis dedos
se transforman en lápices de colores.
Lo sé porque con ellos
dibujo en las paredes de tu casa
mujeres con rostro de epitafio.
Porque, a la caricia de la punta,
comienza el derrame de los cimientos
formando arco iris en la noche.
Porque, al escribir testamentos
en el suelo, se remueven las vísceras
de azúcar, y trepan tus raíces.

Grabo versos de colores fríos
en tu piel, de arquitrabe a basa,
y les llueve y los diluye, y compruebo
que la lluvia suena como hacen al caer
las canicas brillantes y naranjas
que cambiaba en el patio del recreo,
poco antes de calzar mi primer bikini.

Hoy guardo las canicas, como un apagado
tesoro, en los huecos de otras espaldas.

Pinto también en la terraza de enfrente
un jardín de lápidas cálidas y hermosas.
Trazo como una medusa de bronce,
un paraíso de cadenas hendiendo en mantillo
el valle diminuto que proclama que es frágil
y sin embargo, dirás tú, sobrevive.

De "Mi primer bikini " 2001




Punto de partida

Un poema condenado al ocio.
Sus dieciocho versos montan en autobús
y guardo en la cartera -dibujos animados-
dos pasajes con destino a la garganta.
Tu móvil, apenas unos céntimos, sonrisa:
ganarte así, renegando de Espronceda.

Tus besos son la excusa del verano.




Tara
I
La noche de tu muerte
Dios acribillaba a gargajos el cristal de mi ventana. La lluvia
     dolía igual que duele el frío en un cuento navideño
     con barrios de cartón. El viento
golpeaba las paredes, se colaba por las rendijas de la casa,
     helaba los armarios, componía con sus silbidos una
     nana que velase
por todas nosotras.
Escondida bajo la cama, me tapaba los oídos, negando la
     presencia del viento ante la puerta de mi cuarto.
Deberás superar doce pruebas para invadir mis dominios.
     No lo pondré tan fácil.
Me creía etimóloga de las condiciones atmosféricas, experta
     en acepciones.
Al lado de los miedos de mis quince años, cantaban las
     pelusas en un sueño de Sófocles:
     abre y verás cómo el frío te espera con su rostro de miedo, para
     decirte todo lo que no quieres saber. Abre y verás; porque
     el frío aguarda con su rostro de miedo para leer la biografía
     de tus manos.
Diluviaba más allá de la puerta cerrada de mi cuarto. El
     agua invadía las sábanas, traspasaba el somier, las pelusas
     desfilaban -pobres, densísimas- hacia la puerta.

Me tumbé, empapada, sobre el colchón.
(Fundido en negro)

Tumbada, temblorosa, sobre el colchón, colgué el teléfono.
     Las pelusas -colmadas, orgullosas- reconquistaron
     cuanto les robé.
La luz empujaba sus partículas contra mis ojos: punzantes
como el granizo, imitando en su choque a los aplausos.
La lámpara aprendía el gesto de las nubes, descargaba contra
     mí toda su rabia. No lo impediré: basta con resistir para
     apagarme.
Las pelusas ascendieron trepando por la mesilla de noche,
     hasta invadir mi cama, y se colaron acampando en la
     garganta.
Mi boca gris, el oráculo con toda la razón, negando unos y
     otros lo que vendría después. Respiraba con dificultad.
     No podía pensar en otra cosa.
Sucia, desde luego, por meterme donde no me llaman.
     Escucho cómo, en la habitación contigua, Caravaggio
     acapara todo el protagonismo.
Apenas media hora. La llamada, la marcha de mis padres,
     tu muerte.
Mi pecho topaba con la tela; en mi frente y mi nuca, el
     sudor se confundía con el agua.

  II

  (Soy Salomón. Pienso construir un altar secreto para los
     domingos. No busco de vosotros una mano en la
     espalda, sino que la tendáis para ayudarme a escapar
     de la marea.
El río al que caí multiplica su caudal conforme los otros
     lloran. Mi corazón es una esponja, una caja negra que
     recoge
     todo cuanto sucede.
El tanatorio, mientras, ejerce su función. Alquiler igual a
     frío.
Una mujer rubia, pálida, me da la bienvenida. Soy Salomón.
     Te mostraré mi altar secreto
la si me guías hasta donde descansa)

Ofelia al otro lado del cristal, Angélica después de cuatro
     años, respetada por las aguas,
mientras yo pataleo para no ahogarme. Pronuncio agua y
     lloro por aquello de lo que carezco. Como pulsar un
     botón en lo profundo de mi espalda. Lo conocido me
     zarandea.
Dijiste dos días antes: cuando mejore, iré a la peluquería a
     arreglar este desastre.
El cristal mostraba lo contrario: en tu pelo antes gris,
     revuelto, brillarán los bucles durante cuarenta días y
     cuarenta noches.
Nunca vulnerable, nunca muerta: tan hermosa como la
     última vez en que nos vimos.

(Dios, entonces, posó sus manos sobre mis hombros
y me sentí sola.

  III
La franela protege mi vida subterránea. El mundo, bajo las
     sábanas, se percibe diferente:
su grosor iba a alejarme de colmillos y radiactividad, iba a
     librarme del ataque de los monstruos.
Tulipanes amarillos sobre fondo azul. Prozac para las horas
     oscuras. Costaba respirar bajo las sábanas. Las pesadillas
     formaban parte
de un estrato ajeno a mi dormitorio, por encima de las
     nubes, allá donde la asfixia ocurre con la misma frecuencia
que debajo de la manta. Justo cuando no podía respirar me
     rescatabas, y yo dormía abrazada a ti, mis cuatro, cinco
     años, y las pesadillas se digerían con el desayuno.
Todo cuanto tengo
te lo debo. Aprendiste a leer con cinco años. Con ochenta
     escribiste, en un cuaderno de hojas cuadriculadas, tu
     vida. Felicidad fue tu última palabra-

Ahora que has muerto, más allá de la puerta cerrada de
     mi cuarto, mientras las hermanas viejas corren a
     refugiarse bajo los soportales,
alguien que no soy yo, pero se me parece, escribe en una
     cabina telefónica con rotulador negro permanente:
Dios, ven aquí,
atrévete a volver a hacerlo,
ahora
soy más grande que tú.

IV
La lluvia forma en su caída toboganes de barro, alumbra
          arcenes y calzadas para el tránsito nocturno,
expulsa de su reino a los habitantes más hermosos, provoca
          envidias, desmanes, firmas de tratados.
Transforma, también, sus caprichos en notas dispuestas
sobre un tablón de corcho: debo recoger la terraza, ordenar
          mis papeles, resguardarme para cuando llegue la tormenta.
La lluvia consigue todo esto
Igual
que el viento decreta qué árboles no sirven, qué hogares
          deberán pasar la noche en vela, y deshoja tendederos
          y periódicos,
e interrumpe el sueño de quienes se piensan a salvo,
          golpeando contra los cristales de nuestras ventanas.
Y la muerte
no respeta tu puerta cerrada, derritiéndose aprovecha los
          resquicios translúcidos, y se arrastra y se cuela estancada
          en el lugar en el que duermes,
ensuciándote los pies al despertarte, impregnándote los
          huesos y la carne con su olor,
hasta que respiras muy hondo
y decides gritarle sin sábanas, incorporada en el centro de
           tu dormitorio, acabando con todo,
aquello que en el fondo busca con su presencia:
ya no temo a la muerte, porque me reunirá con Ella.
De "Tara" 2006



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