Vicente Aleixandre

Poeta español, nacido en Sevilla el 26 de abril de 1898 y fallecido en Madrid el 14 de diciembre de 1984, considerado uno de los grandes poetas españoles del siglo XX. Perteneciente a la Generación del 27, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1977.

Hijo de un ingeniero de ferrocarril, Vicente Aleixandre pertenecía a la burguesía media acomodada. Cuando tenía dos años de edad, su familia se trasladó a Málaga, ciudad a la que el poeta llama en su obra “el Paraíso”, pues en ella transcurrió toda su infancia.

En 1909, la familia Aleixandre se instaló en Madrid, donde el futuro poeta cursó el bachillerato y, ya en plena juventud, las carreras de Derecho y Comercio. Se especializó en Derecho Mercantil, materia que luego enseñó como profesor en la Escuela de Comercio de Madrid (1920-1922).

Desde 1917, año en el que conoció a Dámaso Alonso en Las Navas del Marqués (un pequeño pueblo de Ávila en donde ambos veraneaban), Vicente Aleixandre se venía relacionando con los jóvenes de su generación que sentían inquietudes literarias.

Gracias a los consejos de Dámaso, empezó a leer a los grandes poetas del pasado reciente, como el romántico Gustavo Adolfo Bécquer y el modernista Rubén Darío; pero también a otros autores extranjeros de gran renombre, como los simbolistas franceses. Sintió, a partir de entonces, la necesidad de escribir poesía.

Estuvo gravemente enfermo en los años veinte, y, a partir de entonces, su salud fue muy delicada. Padeció una tuberculosis que le afectó un riñón y provocó que le tuvieran que extirpar este órgano. Mientras se recuperaba de esta operación, escribió algunos poemas que comenzaron a darle gran fama hacia 1926, cuando aparecieron en una de las publicaciones culturales más prestigiosas de la época: la Revista de Occidente. A partir de este reconocimiento literario, se hizo amigo de otros jóvenes poetas de la Generación del 27, como Federico García Lorca y Luis Cernuda.

Después de la guerra, Aleixandre (que fue uno de los pocos autores de su generación que se quedó en España) continuó desarrollando una trayectoria poética muy personal. En 1949 fue elegido miembro de la Real Academia Española, y desde entonces fue el gran maestro y protector de los jóvenes poetas españoles de la segunda mitad del siglo XX, que acudían a visitarle con frecuencia a su casa de Madrid, donde siempre había tertulias literarias y lecturas de versos. Murió siete años después de haber recibido un Premio Nobel con el que, según muchos críticos, no sólo se reconocía universalmente su obra, sino la de toda la Generación del 27.

La poesía de Vicente Aleixandre

Vicente Aleixandre fue un poeta total, entregado de lleno al cultivo de la poesía. No escribió obras en otros géneros. Sus escasos textos en prosa (en los que describe a otros poetas y escritores que conoció) son tan poéticos como sus versos; y sus ensayos literarios son, en su mayoría, escritos de encargo.

Sus primeras obras presentan las mismas huellas que casi todos sus compañeros de generación: el pasado reciente (Bécquer y Darío), los grandes maestros vivos que les sirven como guías (Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado) y la poderosa atracción de la Vanguardia (y, en particular, del Surrealismo). En concreto, su primer libro, Ámbito (1928), tiene clara influencia de Juan Ramón Jiménez y se abre hacia la contemplación desde el interior.

Un manuscrito autógrafo de Aleixandre

En obras posteriores como Espadas como labios (1932) y Pasión de la tierra (1928-29), se separó de la llamada poesía pura y adoptó la experiencia renovadora del surrealismo, con una visión panteísta de la naturaleza y un erotismo romántico. Aleixandre asimiló tan bien las técnicas y el estilo propios del surrealismo que, según muchos críticos, fue el principal poeta surrealista español. Esta misma línea sigue La destrucción o el amor (1935), que mereció el Premio Nacional de Literatura.

La cosmovisión de Aleixandre (que ha sido estudiada magistralmente por el poeta y crítico Carlos Bousoño) cuaja de modo definitivo en Sombra del paraíso (1944), obra que une sus dos épocas de creación. Otras obras son Mundo a solas (1950), que incluye poesías de 1934 y 1935, y Nacimiento último (1953), con textos de 1927 hasta 1952.

Hacia 1954, inicia una nueva época con obras como En un vasto dominio (1962), Presencias (1965) o Retratos con nombre (1965). En ellas, su poesía se vuelve más sencilla y directa, menos cargada de complicaciones surrealistas. La mirada del poeta es ahora más humana, se acerca mucho más a las cosas cotidianas, al mundo que le rodea. Para el poeta, el hombre es un ser que sufre, pero que sabe sobrellevar este sufrimiento con dignidad y valentía.

En la tercera y última etapa de su poesía, Vicente Aleixandre se presenta como un hombre maduro que asume la vejez y acepta, con elegancia, la proximidad inevitable de la muerte. Los libros más destacados de este período de ecos metafísicos son: Poemas de la consumación (1968) y Diálogos del conocimiento (1974). Ya póstuma aparece En gran noche (1991), donde se recogen muchas composiciones inéditas.

En prosa, es autor de Los encuentros (1958 y 1985), donde rescata a escritores de varias épocas, y de una colección de cartas y artículos titulada Prosas recobradas (1987).

NO TE CONOZCO 

¿A quién amo, a quién beso, a quién no conozco?

A veces creo que beso solo a tu sombra en la tierra,
a tu sombra para mis brazos humanos.
Y no es que yo niegue tu condición de mujer,
oh nunca diosa que en mi lecho gimes.

Pero yo nunca gimo de alegría cuando te estrecho.
Sobre la ebriedad del amor, cuando bajo mi pecho brillas
con el secreto brillo íntimo que sólo la piel de mi pecho conoce,
yo sufro de soledad, oh siempre allí postreramente desconocida.

Nunca: cuando la unidad del amor grita su victoria en la ya única vida,
algo en mí no te conoce en la oscura sombra estremecida
que bajo el dulce peso del amor me sostiene
y me lleva en sus aguas iluminadamente arrastrado.

Yo brillando arrastrado sobre tus aguas vivas,
a veces oscuras, con mezcladas ondas de plata,
a veces deslumbrantes, con gruesas bandas de sombra.

Pero yo, sobre el hondo misterio, desconociéndolas.
Natación del amor sobre las aguas mortales,
sobre las que gemir flotando sobre el abismo,
hondas aguas espesas que nadie revela
y que llevan mi cuerpo sobre ausencias o sombras.

Entonces, cerrado tu cuerpo bajo la zarpa ruda,
bajo la delicada garra que arranca toda la música de tu carne ligera,
yo te escucho y me sobrecojo de la secreta melodía,
del irreal sonido que de tu vida me invade.

Oh, no te conozco: ¿ quién canta o quién gime?
¿Qué música me penetra por mis oídos absortos?
Oh, cuán dolorosamente no te conozco,
cuerpo amado que no hablas para mí que no escucho.


EL AIRE

Aún más que el mar, el aire,
más inmenso que el mar, está tranquilo.
Alto velar de lucidez sin nadie.

Acaso la corteza pudo un día,
de la tierra, sentirte, humano. Invicto,
el aire ignora que habitó en tu pecho.
Sin memoria, inmortal, el aire esplende.


DESTINO TRÁGICO

Confundes ese mar silencioso que adoro
con la espuma instantánea del viento entre los árboles.
Pero el mar es distinto.

No es viento, no es su imagen.
No es el resplandor de un beso pasajero,
ni es siquiera el gemido de unas alas brillantes.

No confundáis sus plumas, sus alisadas plumas,
con el torso de una paloma.
No penséis en el pujante acero del águila.

Por el cielo las garras poderosas detienen el sol.
Las águilas oprimen a la noche que nace,
la estrujan —todo un río de último resplandor va a los mares—
y la arrojan remota, despedida, apagada,
allí donde el sol de mañana duerme niño sin vida.

Pero el mar, no. No es piedra,
esa esmeralda que todos amasteis en las tardes sedientas.

No es piedra rutilante toda labios tendiéndose,
aunque el calor tropical haga a la playa latir,
sintiendo el rumoroso corazón que la invade.

Muchas veces pensasteis en el bosque.
Duros mástiles altos,
árboles infinitos
bajo las ondas adivinasteis poblados de unos pájaros de espumosa blancura.

Visteis los vientos verdes
inspirados moverlos,
y escuchasteis los trinos de unas gargantas dulces:
ruiseñor de los mares, noche tenue sin luna,
fulgor bajo las ondas donde pechos heridos
cantan tibios en ramos de coral con perfume.
Ah, sí, yo sé lo que adorasteis.

Vosotros pensativos en la orilla,
con vuestra mejilla en la mano aún mojada,
mirasteis esas ondas, mientras acaso pensabais en un cuerpo:
un solo cuerpo dulce de un animal tranquilo.

Tendisteis vuestra mano y aplicasteis su calor
a la tibia tersura de una piel aplacada.
¡Oh suave tigre a vuestros pies dormido!

Sus dientes blancos visibles en las fauces doradas,
brillaban ahora en paz. Sus ojos amarillos,
minúsculas guijas casi de nácar al poniente,
cerrados, eran todo silencio ya marino.

Y el cuerpo derramado, veteado sabiamente de una onda poderosa,
era bulto entregado, caliente, dulce solo.
Pero de pronto os levantasteis.

Habíais sentido las alas oscuras,
envío mágico del fondo que llama a los corazones.
Mirasteis fijamente el empezado rumor de los abismos.

¿Qué formas contemplasteis? ¿Qué signos, inviolados,
qué precisas palabras que la espuma decía,
dulce saliva de unos labios secretos
que se entreabren, invocan, someten, arrebatan?
El mansaje decía…

Yo os vi agitar los brazos. Un viento huracanado
movió vuestros vestidos iluminados por el poniente trágico.
Vi vuestra cabellera alzarse traspasada de luces,
y desde lo alto de una roca instantánea
presencié vuestro cuerpo hendir los aires
y caer espumante en los senos del agua;
vi dos brazos largos surtir de la negra presencia
y vi vuestra blancura, oí el último grito,
cubierto rápidamente por los trinos alegres de los ruiseñores del fondo.


LA VENTANA

Cuánta tristeza en una hoja del otoño,
dudosa siempre en último extremo si presentarse como cuchillo.
Cuánta vacilación en el color de los ojos
antes de quedar frío como una gota amarilla.

Tu tristeza, minutos antes de morirte,
sólo comparable con la lentitud de una rosa cuando acaba,
esa sed con espinas que suplica a lo que no puede,
gesto de un cuello, dulce carne que tiembla.

Eras hermosa como la dificultad de respirar en un cuarto cerrado.

Transparente como la repugnancia a un sol ubérrimo,
tibia como ese suelo donde nadie ha pisado,
lenta como el cansancio que rinde al aire quieto.

Tu mano, bajo la cual se veían las cosas,
cristal finísimo que no acarició nunca otra mano,
flor o vidrio que, nunca deshojado,
era verde al reflejo de una luna de hierro.

Tu carne, en que la sangre detenida apenas consentía
una triste burbuja rompiendo entre los dientes,
como la débil palabra que casi ya es redonda
detenida en la lengua dulcemente de noche.

Tu sangre, en que ese limo donde no entra la luz
es como el beso falso de unos polvos o un talco,
un rostro en que destella tenuemente la muerte,
beso dulce que da una cera enfriada.

Oh tú, amoroso poniente que te despides como dos brazos largos
cuando por una ventana ahora abierta a ese frío
una fresca mariposa penetra,
alas, nombre o dolor, pena contra la vida
que se marcha volando con el último rayo.

Oh tú, calor, rubí o ardiente pluma,
pájaros encendidos que son nuncio de la noche,
plumaje con forma de corazón colorado
que en lo negro se extiende como dos alas grandes.

Barcos lejanos, silbo amoroso, velas que no suenan,
silencio como mano que acaricia lo quieto,
beso inmenso del mundo como una boca sola,
como dos bocas fijas que nunca se separan.
¡Oh verdad, oh morir una noche de otoño,
cuerpo largo que viaja hacia la luz del fondo,
agua dulce que sostienes un cuerpo concedido,
verde o frío palor que vistes un desnudo!


HUMANA VOZ

Duele la cicatriz de la luz,
duele en el suelo la misma sombra de los dientes,
duele todo,
hasta el zapato triste que se lo llevó el río.

Duelen las plumas del gallo,
de tantos colores
que la frente no sabe qué postura tomar
ante el rojo cruel del poniente.

Duele el alma amarilla o una avellana lenta,
la que rodó mejilla abajo cuando estábamos dentro del agua
y las lágrimas no se sentían más que al tacto.

Duele la avispa fraudulenta
que a veces bajo la tetilla izquierda
imita un corazón o un latido,
amarilla como el azufre no tocado
o las manos del muerto a quien queríamos.

Duele la habitación como la caja del pecho,
donde las palomas blancas como sangre
pasan bajo la piel sin pararse en los labios
a hundirse en las entrañas con sus alas cerradas.

Duele el día, la noche,
duele el viento gemido,
duele la ira o espada seca,
aquello que se besa cuando es de noche.

Tristeza. Duele el candor, la ciencia,
el hierro, la cintura,
los límites y esos brazos abiertos, horizonte
como corona contra las sienes.

Duele el dolor. Te amo.
Duele, duele. Te amo.
Duele la tierra o uña,
espejo en que estas letras se reflejan



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