domingo, 29 de enero de 2023

Isabel la Católica dictando su testamento de Eduardo Rosales

Obra cumbre de la pintura de historia del siglo XIX que marcaría la decisiva transformación de este género en España, este celebérrimo cuadro fue presentado por Rosales a la Exposición Nacional de 1864, donde sería premiado con una primera medalla, que supuso el reconocimiento de su autor en los círculos artísticos oficiales y una verdadera convulsión para los pintores españoles de su generación.

Así, en la penumbra del dormitorio regio instalado en el Castillo de la Mota, la moribunda reina Isabel (1451-1504) aparece tendida en su lecho, cubierto con un dosel y rematado con el escudo de armas de Castilla. Recostada su cabeza sobre dos altos almohadones y tocada con su característico velo sujeto al pecho por un broche con la venera y cruz de Santiago, ordena con una indicación de su mano la escritura de su última voluntad, que dicta al escribano Gaspar de Gricio, sentado ante su pupitre, junto a la cama.


A la izquierda, dando la espalda a un pequeño oratorio iluminado por una lamparilla de aceite, está sentado el abatido rey Fernando, con el rostro compungido, la mirada perdida y el pensamiento absorto, abandonado el peso de sus brazos sobre el sillón y apoyando los pies en un almohadón de terciopelo. En pie, junto a él, permanece su hija Juana, con las manos enlazadas y la mirada baja. Al extremo del lecho, acompañan a la reina en sus últimos momentos varios miembros de su Corte, encabezados por el cardenal Cisneros, vestido con la dignidad de su hábito, entre otros nobles. En la sombra del aposento asoman detrás del dosel los marqueses de Moya, fieles servidores de la soberana moribunda.

Como se ha señalado repetidamente, esta emblemática obra maestra de la pintura española, conocida habitualmente con el ambiguo título de El testamento de Isabel la Católica, supuso la reafirmación de la personalidad artística de Rosales en la gran tradición pictórica del Siglo de Oro, encarnada fundamentalmente en la obra de Velázquez, provocando a partir de su triunfo en Madrid una verdadera revolución estética en el panorama artístico de su tiempo y el radical cambio de rumbo en la evolución de la pintura española del antepasado siglo. Así, a partir de esta obra, la mayoría de los grandes pintores españoles decimonónicos volvieron los ojos hacia el realismo atmosférico del mundo velazqueño, de paleta reducida y certera, que marcaría de manera especialmente fundamental a los compañeros de generación de Rosales que vivían junto a él en Roma.

La conquista fundamental del nuevo realismo instaurado por Rosales con esta pintura fue su especial sensibilidad para captar en los rostros de los distintos personajes asistentes al acto los matices más sutiles de sus sentimientos interiores, así como la particular reacción de cada uno de ellos ante las palabras de la reina, en las que se iba desgranando pausadamente nada menos que el futuro del trono de las Españas (Texto extractado de Díez, J. L.: El Siglo XIX en el Prado. Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 205-211).

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